—¡Qué difícil es soportar nuestras cargas! —suspiró Meg la mañana después
de la fiesta.
Porque ahora que las
vacaciones habían concluido se hacía más difícil volver a una tarea
que nunca le había gustado.
—¡Qué divertido,
si siempre fuera Navidad y Año Nuevo! —bostezó Jo.
—¿De qué vale tratar de estar linda, si sólo me van a ver esos
odiosos chiquillos? —murmuró Meg, cerrando de un golpe el cajón
de sus cintas—. Me pondré vieja, fea y agria porque soy pobre.
En ese estado de ánimo
bajó al comedor. Todas parecían malhumoradas. Beth tenía dolor de cabeza
y estaba echada en el sofá, tratando de consolarse con la gata y los
tres gatitos; Amy estaba enojada porque no sabía sus lecciones; Jo intentaba
silbar y alborotaba preparándose; la señora March estaba concentrada
en una carta, y Hannah protestaba porque era tarde.
—Nunca vi una familia
más atravesada —exclamó Jo, perdiendo los estribos después de volcar
un tintero, romper los dos lazos de sus zapatos y sentarse sobre su
sombrero.
—¡Beth, si no te
llevas los gatos al sótano los voy a ahogar! —gritó Meg, enojada.
Jo se reía, Meg rezongaba,
Beth suplicaba y Amy lloraba porque no podía recordar cuánto era nueve
por doce.
—¡Adiós, mamá! Aunque hoy parecemos una tribu de
salvajes, seremos ángeles al regreso. ¡Vamos, Meg! —y Jo corrió
afuera, sintiendo que los peregrinos no se comportaban como debían;
ya en la calle, añadió:
—Pobrecita querida,
espera a que yo haga fortuna y te hartarás de carruajes, helados, zapatos
con tacones, ramilletes y jóvenes de pelo colorado con quienes bailar.
—¡Qué ridícula eres, Jo! —pero Meg rió ante el disparate y
se sintió mejor. . .
Jo le dio un golpecito alentador en la espalda y se separaron, tratando
de reconfortarse a pesar del tiempo invernal, del trabajo y de sus juveniles
anhelos insatisfechos. Cuando el señor March perdió sus bienes al tratar
de ayudar a un amigo infortunado, las dos niñas mayores pidieron que
las dejaran colaborar, por lo menos, a su propio sostén. Los padres
consintieron; Margaret encontró un puesto de institutriz. Trató de
no sentirse envidiosa, pero en casa de los King palpaba todo cuanto
deseaba.
Las hermanas mayores de sus discípulos hablaban de fiestas y teatros,
y veía derrochar el dinero en todas esas fruslerías tan preciosas para
ella. Jo, por su parte, convino a la tía March, inválida, que necesitaba
una persona activa que la atendiera. No era esto enteramente del agrado
de Jo, pero aceptó el puesto en vista de que no aparecía nada mejor
y, con gran sorpresa para todos, se llevó notablemente bien con su irascible
parienta. Sospechamos que la verdadera atracción para ella fue una
gran biblioteca, librada al polvo ya las arañas desde la muerte del
tío March. En cuanto la tía se adormilaba, Jo corría a este tranquilo
lugar y devoraba poesía, novelas, historia, viajes y grabados, como
un vulgar gusano. Hasta que el grito agudo de "¡Josephiiiiine!"
la arrancaba de su paraíso.
Beth era muy tímida para ir a la escuela; lo intentaron, pero sufrió
tanto que abandonaron la idea. Aprendió en casa, con su padre. Sus
días transcurrían tranquilos, pero no ociosos, ya que hacía el arreglo
de la casa. Tenía seis muñecas, a las que cuidaba. Ninguna estaba entera,
y había una, que perteneciera a Jo, que después de llevar una vida tempestuosa
había quedado hecha una ruina, sin brazos ni piernas. A esta inválida
crónica dedicaba sus mejores desvelos.
Como las otras, Beth
también tenía sus pesares; y no siendo un ángel, sino una criatura humana,
solía "llorar su llantito", como decía Jo, porque no podía
tomar lecciones de música sin un buen piano.
En cuanto a Amy, de haberle preguntado cuál era su peor desgracia,
hubiera contestado sin vacilar: "Mi nariz"'. Siendo un
bebé había caído de brazos de Jo, y Amy insistía en que aquel golpe
le había estropeado la nariz para siempre. Se consolaba dibujando páginas
enteras de elegantes narices griegas, porque "Rafaelito",
como la llamaban sus hermanas, tenía un decidido talento para el dibujo.
En la escuela era un modelo de conducta. Poseía el arte de agradar
sin esfuerzo, e iba en camino de echarse a perder porque todo el mundo
la mimaba. Había algo, sin embargo, que frenaba su petulancia: heredaba
las ropas de su prima Florence, cuya madre tenía un gusto deplorable.
Los trajes estaban bien hechos y poco usados, pero el sentido artístico
de Amy sufría al tener que ponerse un vestido púrpura con motas amarillas.
Meg era la confidente y guía de Amy, y Jo lo era de Beth.
—Hoy me pasó algo raro con tía March ¾comentó
Jo esa tarde, cuando volvieron, a reunirse—. Le estaba leyendo
una de esas fastidiosas lecturas que ella prefiere y bostecé de tal
manera que casi me trago el libro. Entonces me echó un sermón sobre
mis pecados y me dijo que reflexionara mientras ella descansaba un momento.
Se quedó dormida y yo me dediqué a mí "Vicario de Wakefield".
Estaba en lo mejor, cuando una carcajada mía la despertó, y me pidió
que le leyera algo de esas lecturas que yo prefería a cosas más edificantes:
Cuando estaba en la parte más emocionante, me interrumpí y le dije hipócritamente:
"Temo cansarla. ¿Dejo ya?". Tomó el tejido, me miró severamente
y me contestó: "Termine el capítulo y no sea impertinente, señorita."
¡No quería reconocer que le gustaba. Cuando me retiré, estaba tan metida
en la lectura del "Vicario", que ni me oyó reír. '¡Qué bien
podría vivir si lo quisiera.
—Eso me recuerda —dijo Meg— algo no tan cómico como tu historia.
Hoy encontré a los King muy excitados, y uno de los chicos me contó
que el hermano mayor hizo algo muy malo y el padre lo echó de la casa.
No pregunté nada, por supuesto, pero me consideré feliz por no tener
semejante desgracia en mi familia.
—Pues hoy —comentó Amy— llegó a la escuela Susie Perkins
con un anillo que me dio envidia. Después Susie hizo una caricatura del
maestro y nos estábamos riendo al verla, cuando nos sorprendió y ordenó
a Susie que le llevara la pizarra. Ella quedó “entumida”, y,
saben lo que hizo él? La tomó por las orejas y la llevó al estrado donde
la hizo estarse de pie exhibiendo la pizarra para que todos la vieran.
Susie lloraba a mares y pensé que ni un millón de anillos me hubieran
consolado de semejante mortificación.
—Yo también vi algo hoy —dijo Beth—. Fui a comprar ostras y encontré al señor
Laurence, pero él no me vio. En eso entró una pobre mujer y preguntó
si le permitían hacer limpieza a cambio de un poco de pescado, porque
no tenía qué comer. La despidieron de mal modo, pero el señor Laurence
tomó un pescado y se lo dio.
—¿Y tú, mamá?, cuenta algo con moraleja —pidió Jo después de un instante.
—Una vez había cuatro niñas —comenzó la señora March, sonriendo—
que tenían lo suficiente para comer y vestirse, y muchas comodidades y
algunas diversiones, y padres que las querían entrañablemente; sin embargo,
no se sentían felices. (Aquí las oyentes se miraron y se pusieron a coser
muy diligentes.) Estas niñas anhelaban ser buenas y formulaban muchas
promesas, pero no las cumplían. Entonces pidieron a una vieja un filtro
para ser felices, y ella les dijo: "Cuando se sientan desdichadas,
piensen en todo lo que tienen y den las gracias." Como eran muy sensatas,
decidieron seguir el consejo y muy pronto se sorprendieron al descubrir
cuántos bienes poseían. Una descubrió que el dinero no impide que la vergüenza
y el dolor invadan las casas ricas; otra, que, aunque pobre, era
mucho más feliz con su juventud, su salud y su alegría, que cierta anciana
dama que no podía siquiera disfrutar de su bienestar; la tercera, que
por desagradable que fuera el tener que ir a proveerse de comida, todavía
era más duro tener que pedirla de limosna; y la cuarta, que todos los
anillos del mundo no valen lo que la buena conducta. De manera que todas
estuvieron de acuerdo en disfrutar lo que poseían y tratar de merecerlo.
Creo que jamás se arrepintieron de haber seguido el consejo de la vieja.
—No lo olvidaremos —murmuró Jo, con una sonrisa.
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