Cuando se comentó en
la familia la visita de Jo a sus vecinos, Beth sugirió que ése sería
un paso más en el camino de los peregrinos; quizá la casa del otro lado
del cerco, llena de cosas hermosas, fuera el Palacio de la Belleza.
—Pero primero tendremos
que pasar por los leones... —reflexionó Jo.
Y la casa grande fue realmente un Palacio de la Belleza, aun cuando
pasó algún tiempo antes de que todas lo conocieran, y a Beth le resultó
muy difícil atravesar por los leones. El anciano señor Laurence fue
el más bravo de todos; pero después que las visitó y dijo algunas cosas
amables a cada una y conversó con la madre, nadie se sintió muy temerosa,
salvo la tímida Beth.
¡Qué hermosos tiempos
fueron aquéllos! Meg podía pasearse por el invernadero, embriagándose
de flores; Jo hurgaba vorazmente en la biblioteca y crispaba al anciano
caballero con sus críticas; Amy copiaba cuadros y gozaba plenamente
de lo bello, y Laurie oficiaba de señor del castillo, de la manera más
encantadora. Pero Beth, aunque suspirando por el gran piano, no podía
reunir coraje para visitar "la mansión bendita", como Meg
la llamaba. No hubo forma de persuadirla para que se sobrepusiera a
su temor,
hasta que, de alguna misteriosa manera, el hecho llegó a oídos del señor
Laurence y él se propuso darle solución. Durante una de sus breves visitas,
llevó hábilmente la conversación al terreno de la música, y como si la
idea se le ocurriera de pronto, añadió que Laurie descuidaba ahora mucho
sus lecciones y el piano sufría por falta de uso; esperaba que alguna
de las niñas quisiera ir de vez en cuando a practicar, "nada más
que para mantenerlo afinado". Hizo ademán de levantarse para irse,
pero continuó:
—Si no tienen interés,
no importa.
Entonces una pequeña
mano se deslizó en la suya; Beth lo miraba llena de gratitud y con su
tímido modito, murmuró:
—¡Oh, sí, señor!
Tengo mucho interés.
—¡Ah! ¿Tú eres la
música de la familia?
—Yo soy Beth. Me
gusta muchísimo la música. Iré, si usted está seguro de que nadie me
oirá... y de que yo no molestaré.
—Ni un alma, mi
querida; la casa está desierta la mitad del día, de manera que ven y
toca todo lo que quieras, que yo te quedaré agradecido.
El viejo caballero acarició
la cabecita e inclinándose, dijo en tono muy bajo:
—Yo tenía una niñita
con los ojos así. Dios te bendiga, mi querida. Buenos días, señora.
Y se retiró con mucho
apuro.
Al día siguiente, Beth,
después de dos o tres intentos, entró por la puerta lateral de la casa
vecina y se deslizó como un ratoncito hasta la sala, donde estaba su
ídolo. Por casualidad, no cabe duda, había sobre el piano una pieza
de música bonita y fácil, y con dedos temblorosos y frecuentes interrupciones
para escuchar si alguien venía, Beth tocó al fin el hermoso instrumento.
Después de esto, la pequeña se deslizó a través del cerco casi todos
los días y en el gran salón flotó la presencia de aquel espíritu armonioso
que iba y venía sigilosamente. Jamás supo que el viejo señor solía abrir
la puerta de su escritorio para escucharla y nunca sospechó que los
ejercicios y canciones que encontrara en el musiquero habían sido puestos
allí en su especial homenaje. Pero estaba tan agradecida que un día
dijo a su madre:
—Le voy a hacer
al señor Laurence un par de chinelas. Es tan amable conmigo, que quiero
agradecérselo de algún modo.
Tras serios cambios de
opinión con Meg y Jo, se eligió el modelo. Beth trabajó mañana y tarde,
y pronto estuvieron terminadas.
Luego escribió una notita
y con ayuda de Laurie, una mañana, antes de que el anciano se levantara,
dejó su regalo en el escritorio. Dos días después, cuando volvía de
pasear a su inválida "Joanna", sus hermanas, asomadas a la
ventana, exclamaron:
—¡Una carta del
viejo amigo! ¡Ven pronto!''
Beth se apresuró a entrar; sus hermanas la tomaron del brazo y la llevaron
a la salita en triunfal procesión, señalando algo y diciendo al mismo
tiempo: "¡Mira, mira!". Beth miró y se puso pálida de alegría
y de sorpresa, porque allí se alzaba un pequeño piano, con una notita
sobre la tapa resplandeciente, dirigida a la "Señorita Elizabeth
March”.
Estaba tan emocionada,
que Jo tuvo que leer la carta: "Estimada señorita; he tenido muchos
pares de chinelas en mi vida, pero nunca ninguno que me quedara tan
bien como el suyo. Me agrada pagar mis deudas, de manera que espero
que permita a un viejo caballero, enviarle algo que perteneció a la
nietita que perdiera. Con mi profundo agradecimiento y los mejores deseos,
la saluda su amigo James Laurence".
—Vas a tener que ir a agradecérselo —bromeó
Jo, porque esa idea realmente no pasó en ningún momento por su cabeza.
—Sí, iré; ahora mismo, antes de que me asuste sólo pensarlo
—y ante el pasmado asombro de la familia en pleno, Beth atravesó
el jardín y entró en la casa.
—¡Que me muera si
no es lo más raro que haya visto nunca! El pianito la ha trastornado;
jamás hubiera ido, en su sano juicio —exclamó Hannah, mirándola,
mientras las hermanas permanecían mudas ante aquel milagro.
Mucho más se hubieran
sorprendido de haber podido ver lo que Beth hizo después. Llamó a la
puerta del despacho y cuando una voz áspera gritó "¡Adelante!",
ella entró, se dirigió directamente hasta el señor Laurence que parecía
completamente desconcertado, y extendiendo la mano dijo con un leve
temblor en la voz:
—He venido a darle
las gracias, señor, por... —pero no pudo terminar, porque él la
miró con tanto cariño que olvidó su discurso; y recordando solamente
que el anciano había perdido a su niñita amada, rodeó con ambos brazos
su cuello, y lo besó espontáneamente.
Entonces el caballero
la sentó en sus rodillas, puso su arrugada mejilla contra la suya tersa
y rosada, y le pareció que había recuperado a su nieta. En ese momento,
Beth cesó de temerle.
Cuando las hermanas conocieron
los detalles, Jo se puso a bailar para expresar su satisfacción, Amy
casi se cae de sorpresa por la ventana y Meg, levantando las manos,
exclamÓ:
—¡Creo que el mundo se acaba!
No hay comentarios:
Publicar un comentario