Un día de abril Meg preparaba
la valija en su habitación, rodeada de sus hermanas.
—¡Qué gentil de
parte de Annie Moffat el no haber olvidado su promesa! —dijo Jo—,
que parecía un molino de viento extendiendo y doblando polleras con
sus largos brazos—. ¡Quince días de diversión van a ser espléndidos!
—Me gustaría que
todas pudieran venir; pero ya que no es así, haré acopio de todas mis
aventuras para contarles cuando vuelva. Es lo menos que puedo hacer,
ya que todas han sido tan buenas, prestándome cosas y ayudándome a prepararme
—respondió Meg.
—¿Qué te dio mamá
de su cofre? —preguntó Amy que no había estado presente cuando
se abrió cierta caja de cedro donde la señora March guardaba algunas
pocas reliquias del pasado esplendor para entregar a sus hijas a su
debido tiempo.
—Un par de medias
de seda, aquel precioso abanico tallado y un lazo azul divino. Me hubiera
gustado hacerme el vestido de seda violeta, pero no hubo tiempo. Me
contentaré con mi viejo traje de tul.
—¡Ojalá no hubiera
estropeado mi brazalete de coral para que pudieras llevarlo! —se
lamentó Jo, que adoraba prestar sus cosas, pero cuyos bienes solían
estar demasiado maltrechos para servir a nadie.
—Mamá tenía en su
caja un aderezo de perlas maravilloso; pero dice que el mejor adorno
para una joven son las flores y Laurie ha prometido enviarme todas las
que yo quiera —replicó Meg.
El día siguiente amaneció hermoso, y Meg partió hacia una quincena de
novedades y diversiones. La señora March había consentido de no muy buen
grado, temiendo que Margaret volviera más disconforme que antes. Pero
ella se lo había pedido tan fervientemente, Sallie había prometido cuidarla
y un poco de diversión parecía tan delicioso después de un invierno de
tanto trabajo, que la madre cedió y la hija partió para probar, por vez
primera, el sabor de la vida de buen tono.
Los Moffat eran gente
de "buen tono", y la sencilla Meg se sintió un poco atemorizada
al principio por el esplendor de la casa y la elegancia de sus ocupantes.
Pero eran muy cariñosos, a pesar de la frívola vida que llevaban, y
pronto su huésped se sintió cómoda.
Quizá Meg advirtiera,
sin entender bien por qué, que no eran gente particularmente culta o
inteligente, y que el barniz dorado que los cubría no podía ocultar
por entero el ordinario material de que estaban hechos; pero era agradable
vivir en medio del lujo y no hacer otra cosa que divertirse. Eso le
cuadraba perfectamente y muy pronto comenzó a imitar sus modales y maneras,
injertando palabras francesas y hablando de modas tan bien como pudo.
Las hermanas mayores de Annie eran dos señoritas muy finas y elegantes,
y una de ellas, Belle, estaba comprometida, lo que para Meg resultaba
muy romántico. El señor Moffat era un señor grueso, de carácter alegre,
que conocía a su padre, y la señora Moffat, también gruesa y alegre, simpatizó
muchísimo con Meg. Todos la mimaban y "Daisy", como la llamaban,
iba en camino de perder la cabeza.
Cuando llegó el día de
la primera reunión, le pareció que su vestido de poplin no serviría,
porque las otras chicas iban a ponerse ropas más livianas y elegantes;
y allí salió a relucir su traje de tul, más gastado y usado que nunca
comparado con la crujiente seda del vestido de Sallie. Meg advirtió
que las jóvenes se miraban entre ellas y sintió que se le encendían
las mejillas. No hicieron ningún comentario, pero en seguida se ofrecieron
a peinarla y a colocarle el lazo y a llenarla de elogios, y en aquellas
muestras Meg vio sólo compasión por su pobreza. Su sentimiento de amargura
llegaba al máximo cuando entró la mucama con una caja de flores.
—Para la señorita
March, según dijo el hombre que las trajo. Y dejó esta notita, también
—añadió la muchacha.
—¡Ah! ¡Qué divertido!
¿Quién las manda. ¡No sabíamos que había un festejante! —exclamaron
las chicas.
—La nota es de mamá
y las flores de Laurie —dijo sencillamente Meg, contenta de que
no la hubieran olvidado.
Esa noche se divirtió
mucho, bailó cuanto quiso y recibió varios cumplidos; Annie la hizo
cantar y la elogiaron mucho; el capitán Lincoln preguntó quién era "la
encantadora niña de ojos tan bonitos". Lo pasaba muy bien hasta
que en un momento, mientras esperaba en el jardín de invierno que un
joven le trajera un helado, oyó una conversación entre la señora Moffat
y una amiga:
—¡Sería una gran cosa para cualquiera de esas chicas! Sallie
dice que se han hecho muy amigos ahora, y que el viejo está chocho con
ellas.
—Hummm. . . La señora
March tiene sus planes, sin duda, y jugará bien sus cartas aunque parezca
muy pronto. La niña no parece pensarlo siquiera.
—¡Pobrecita! ¡Es
tan linda y no tiene casi qué ponerse! —añadió la otra voz—.
¿Te parece que se ofenderá si le prestamos un vestido para la fiesta
del jueves?
—Es orgullosa, pero
no creo que se moleste porque el que lleva ya está muy pasado. Veremos.
Voy a invitar a ese Laurie, como un cumplido hacia ella, y nos vamos
a divertir.
Meg se esforzó por aparentar alegría durante el resto de la fiesta,
pero sólo se sintió bien cuando todo terminó y quedó sola en la cama,
donde podía pensar en lo sucedido mientras las lágrimas corrían por
sus mejillas. Su inocente amistad con Laurie había sido manchada
por esas tontas charlas; la fe en su madre, conmovida en parte por las
intenciones que le atribuía la señora Moffat, y su sensata resolución
de conformarse con el sencillo guardarropas se debilitaba ante la compasión
vana de unas niñas que consideraban un traje viejo como la peor calamidad.
Al día siguiente se mostraron
más gentiles que nunca, y Belle dijo de pronto:
—Daisy, querida,
he enviado una invitación a tu amigo, el señor Laurence, para el jueves.
Queremos conocerlo y lo invitamos.
—Muy amable, pero
temo que no venga —respondió Meg, a quien en ese momento se le
ocurrió la idea traviesa de burlarse de sus amigas—. Es muy mayor.
—Pero, ¿cuántos
años tiene? —gritó Clara.
—Cerca de setenta,
creo —aclaró Meg, ocultando un brillo burlón en sus ojos.
—¡Qué criatura tan
ingenua! Nos referimos al señor joven —rió Belle.
—No hay ninguno;
Laurie es un chico —rió a su vez Meg ante la mirada de extrañeza
que cambiaron las hermanas cuando ella describió así a su supuesto novio.
—¡Qué gentil fue
al enviarte flores!
—Sí. Lo hace a menudo.
Tiene muchas en su casa. Mamá y el señor Laurence son amigos, y es natural
que nosotros juguemos juntos.
Cuando el día de la fiesta
le ofrecieron un vestido prestado, Meg confesó que no le importaba en
absoluto volver a usar su viejo vestido de tul. Pero las muchachas insistieron
con mucho cariño y Belle dijo que quería verla lucir en todo su esplendor.
Meg no pudo rechazar un ofrecimiento tan amable y deseando en el fondo
ver hasta dónde podía llegar ese esplendor, olvidó su malestar hacia
los Moffat. Cuando Meg bajó arrastrando la pesada falda de su vestido,
sintió que por fin había llegado su hora, porque el espejo le había
dicho claramente que "estaba en todo su esplendor".
—Es Daisy March —decía la señora Moffat, respondiendo a las
preguntas—. Su padre es coronel en el ejército. Una de nuestras
mejores familias, pero venida a menos; íntimos amigos de los Laurence.
Mi Ned está loco por ella.
Meg jugaba con su abanico
y reía con las tonterías de un joven que pretendía ser ingenioso, cuando
de pronto cesó su risa y pareció confusa: frente a ella estaba Laurie.
La contemplaba con franco asombro y reprobación, según pensó ella, porque
aunque la saludó sonriendo, algo en su limpia mirada la hizo ruborizar.
Para completar su confusión, vio a Belle haciendo señas a Annie a tiempo
que las dos miraban a Laurie, quien parecía desusadamente tímido y aniñado.
—Jo quiso que viniera
para que le contara cómo estabas.
—¿Qué le vas a decir?
—preguntó Meg, llena de curiosidad por conocer su opinión, y sin
embargo, sintiéndose incómoda con él por primera vez.
—Le diré que no
te conocí; se te ve tan agrandada y tan poco parecida a ti misma, que
casi te tengo miedo —respondió él.
—¿No te gusto así?
—interrogó Meg.
—No —fue la
descortés respuesta.
—Eres el muchacho
más grosero que haya conocido.
Y muy enfadada, le volvió
la espalda y fue a acodarse en una ventana apartada para refrescar sus
mejillas. Desde allí oyó al capitán Lincoln decir a su madre: "Es
una tontería lo que han hecho con esta niña; yo quería que la vieras,
pero la han estropeado por completo; esta noche parece una muñeca".
Se volvió y vio a Laurie
acercarse a ella. Con su más gentil inclinación le tendió la mano.
—Perdona mi grosería, te lo ruego, y baila conmigo.
Salieron a bailar juntos,
con su gracia acostumbrada porque solían hacerlo en el hogar y se complementaban
muy bien.
—Laurie, ¿me vas
a hacer un favor? —pidió Meg al terminar, mientras él la abanicaba—.
¿Sí? No cuentes nada en casa del vestido que llevo esta noche. Quisiera,
contarlo yo misma, y explicarle a mama. cuán tonta he sido. Prefiero
decírselo yo, para que no se preocupe.
Laurie no volvió a hablar
con ella hasta la hora de la cena, cuando la vio bebiendo champagne
con Ned y su amigo Fisher, que se conducían como "un par de idiotas",
según Laurie. En un momento dado se acercó a ella y le pidió que no
siguiera bebiendo.
—Esta noche no soy
Meg, soy una "muñeca" que hace toda suerte de locuras —respondió
con una risita afectada—. Mañana seré otra vez desesperadamente
buena.
El sábado regresó a su
casa, rendida con su quincena de diversión.
—El hogar es un hermoso lugar, aunque no sea lujoso
—dijo, mirando a su alrededor con expresión serena mientras conversaba
con su madre, y Jo la noche del domingo.
—Me alegro de oírtelo
decir, querida, porque temí que tu casa te pareciera opaca y pobre después
de tu elegante alojamiento —replicó la madre que la había observado,
con ansiedad, muchas veces en ese día; porque los ojos de las madres
son rápidos para advertir cualquier cambio en el rostro de los hijos.
Meg, había contado una
vez y otra cuánto se había divertido; pero algo parecía pesar sobre
su espíritu y cuando las más chicas se fueron a la cama, se quedó contemplando
el fuego pensativamente.
—Mamá, quiero confesarte
algo —dijo por fin, decidida.
—Ya lo sé. ¿Qué
es, querida?
—Te conté que insistieron en engalanarme, pero no te dije que
me empolvaron y me pintaron y me ciñeron hasta dejarme hecha un maniquí.
Yo sabía que todo eso son tonterías, pero me decían que estaba muy bonita
y yo las dejé hacer. Después bebí champagne, coqueteé, hice un montón
de cosas abominables y oí a un señor decir que estaba convertida en
una "muñeca" —contó Meg.
—Hay algo más, sin
duda —y la señora March acarició la suave mejilla ruborizada.
—Sí —añadió
Meg, lentamente—, es muy tonto, pero debo decírtelo porque me molesta
que la gente diga ciertas cosas de nosotras y Laurie.
Entonces relató las conversaciones
que había escuchado en casa de los Moffat y a medida que hablaba. Jo
advertía que su madre apretaba los labios, disgustada al pensar que
tales ideas hubieran sido insinuadas a la inocente imaginación de Meg.
—¡Suponer que tenemos
"planes"! —exclamó Jo—. ¡Y que somos amigas de Laurie
porque es rico y puede casarse con alguna de nosotras! ¡Los alaridos
que va a dar cuando le cuente esas idioteces!
—iNo te perdonaré
nunca si cuentas eso a Laurie! No debe hacerlo, ¿verdad, mamá? —preguntó
Meg, angustiada.
—No; no repitas
nunca esos vanos chismes. Olvídalos —dijo gravemente la señora
March—. Me apena mucho más de lo que pueda decirte, Meg, el haberte
dejado ir con gente a la que conozco muy poco, por el daño que esta
visita haya de hacerte.
—No te aflijas,
mamá, no me dañará. Olvidaré lo malo y recordaré sólo lo bueno. Me divertí
mucho y te lo agradezco.
Permanecieron todavía
un rato juntas. Meg pensativa, mientras Jo, con las manos a la espalda,
parecía interesada y perpleja al mismo tiempo. Era algo nuevo esto de
ver a Meg ruborizarse y hablar de cortejantes y admiradores. Jo sentía
como si durante esos quince días su hermana hubiera crecido asombrosamente,
alejándose de ella para internarse en un mundo adonde no podía seguirla.
—¿Mamá, tú tienes
"planes", como dice la señora Moffat? —preguntó tímidamente
Meg.
—Yo quiero que mis hijas crezcan hermosas y buenas; que sean admiradas,
queridas y respetadas; que tengan una juventud feliz; que se casen bien
y dichosamente. Ser amadas y elegidas por un hombre bueno es lo mejor
que puede sucederle a una mujer, y yo espero que mis niñas lleguen a
conocer esa maravillosa experiencia. Mis queridas, yo "soy"
ambiciosa para ustedes, pero no porque desee que se casen con hombres
ricos simplemente porque lo sean. El dinero es necesario —y cuando
se lo utiliza acertadamente, también es noble—, pero no quiero
jamás que piensen que es lo más importante, o lo único por lo que hay
que luchar. Prefiero verlas casadas con hombres pobres, pero que sean
felices y amadas, antes que reinas sin paz ni dignidad. Y, sobre todo,
les pido que no olviden nunca que mamá está siempre dispuesta ser la
confidente en cualquier caso y que papá es el mejor amigo y consejero;
y que los dos confiamos y esperamos que nuestras hijas, casadas o solteras,
sean el orgullo y la alegría de nuestra vida.
—:¡Así será, mamá! —exclamaron ambas, de todo corazón.
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